Sólo con considerar la juventud del novio, su atractivo, su riqueza y el hecho de que viviese a tres millas de Longbourn nada más, la señora Bennet se sentía feliz.
No bien llegaba el pajarillo con su carga de leña, sentábanse los tres a la mesa y, terminada la comida, dormían como unos benditos hasta la mañana siguiente. Era, en verdad, una vida regalada.