La cara había quedado intacta, con la misma expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto a colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de lienzo.
Pero no pudo eludir una rápida ráfaga de espanto al recordar el horror de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo y les tiró a los perros el tripajo humeante.
Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su mano y la abrió. Dentro había dos peces voladores. Estaban frescos y duros y los puso uno junto al otro y arrojó las tripas a las aguas por sobre la popa.