El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises.
Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.
El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.