La aturdidora emoción del acierto le impidió ver al hombre con quien se estaba besando, pero alcanzó a percibir su voz trémula en medio de la rechifla y las risotadas ensordecedoras del público.
En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada, volvióse, y vio en las ramas de un árbol un viejo papagayo que estaba arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.
Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando por el llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morena sacudida.
Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repartiendo tramojazos de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.