Caía del pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba las copas.
Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de Arreburra, el aguador, con su corral al Sur, dorado siempre de sol, desde donde yo miraba a Huelva, encaramándome en la tapia.
Se puso los pantalones estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello de la camisa el botón de oro que usaba siempre, porque tenía el propósito de darse un baño.
Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola.
El retemblor iba en aumento según tiraba y pudo ver en el agua el negro- azul del pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo sobre la borda y echarlo en el bote.
Las camas de mamá y papá Oso estaban deshechas, pero lo realmente increíble fue que en la cama del Osito había una niña de rizos color oro, que descansaba plácidamente sin que nadie la hubiese invitado.