Ahora me movía con fingido desparpajo, esforzándome por desprender a mi paso un aroma de arrogancia y savoir-faire que nadie habría imaginado apenas unas semanas atrás.
Aunque iba mal sentada en el piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su altivez.
Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales.