Tan bella era, que cuando el joven pescador la vio se llenó de asombro, y tendiendo la mano tiró de la red, se inclinó sobre la borda y la ciñó en sus brazos.
No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.