El serrano estaba inmóvil pero se seguía poniendo más pálido, su cara, que es tan oscura, se había blanqueado, desde lejos se notaba que le temblaba la barbilla.
Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla.
Jamila recogía la mesa y yo me disponía a ayudarla a fregar los platos en la pila cuando Candelaria, con un gesto imperioso de su cara morena, me indicó el pasillo.
El más elegante y guapo era un ciervo de color tostado al que le gustaba correr a toda velocidad. Para compensar, la cuarta de la pandilla era una tortuguita muy coqueta que se tomaba la vida con mucha tranquilidad.
A nadie le cabía la menor duda de que la criada —belleza de ébano dotada de mirada y talle que según las crónicas de sociedad inducía taquicardias— era en realidad su amante y guía en placeres ilícitos e innombrables.