Al principio era pálida, como la neblina suspendida sobre el río, imprecisa como los primeros pasos de la mañana, y argentada como las alas de la aurora.
Fue como si el sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas.
Él le daría su propio lecho, y velaría afuera, junto a la ventana, hasta la aurora, para que los ganados salvajes no le hicieran daño ni los flacos lobos se acercaran demasiado a la cabaña.
Pero ¿qué más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?
Poneos ya el abrigo más grueso que tengáis, unas buenas botas y una bufanda calentita, porque nos vamos de viaje al círculo polar ártico a ver uno de los fenómenos naturales más hermosos: las auroras boreales.
La tierra alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y todos juntos daban manifiestas señales que el día que al aurora venía pisando las faldas había de ser sereno y claro.