Desde el cerro de San Lázaro veían por el oriente las ciénagas fatales, y por el occidente el enorme sol colorado que se hundía en el océano en llamas.
Antes de que se diera cuenta, él ya tenía sus manos entre las suyas, sus cuerpos estallaron en llamas y se dieron un interminable beso para saciar la sed y el deseo inconfesado de incontables días y horas.