Había pasado mucho tiempo cuando vio la última mariposa amarilla destrozándose en las aspas del ventilador y admitió como una verdad irremediable que Mauricio Babilonia había muerto.
No se lo contó a nadie, resignada de que fuera uno más de los tantos defectos irremediables de la edad. Con todo, la demora del buque había sido para ellos un percance providencial.
Le parecía inconcebible, pero a medida que se aproximaba el primer aniversario de la muerte del esposo, Fermina Daza se sentía entrando en un ámbito sombreado, fresco, silencioso: la floresta de lo irremediable.