Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como proyectadas en primer término en una fotografía, se mueven monótonamente sin cesar, con temblor de loro implume.
Por último, hizo cortar de raíz el palo de mango hasta que no quedó ningún vestigio de la desgracia, y regaló el loro vivo al nuevo Museo de la Ciudad.
En lugar de la algarabía de los loros y el escándalo de los micos invisibles que en otro tiempo aumentaban el bochorno del medio día, sólo quedaba el vasto silencio de la tierra arrasada.