Lo que me gustaba de aquel colegio mayor era su ambiente internacional, pues ahí se alojaban jóvenes de casi todas las razas: blancos, negros, mestizos, mulatos, asiáticos.
El único que acepto fue Aureliano Triste, un mulato grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo, que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte.
A las 10 de la mañana del nueve de marzo, el mismo día en que llegué a la playa, viajó al cercano caserío de Mulatos y regresó a la casa del camino en que yo me encontraba con varios agentes de la policía.
El color de mi piel no era exactamente el de los mulatos, como podría esperarse en un hombre que no se cuidaba demasiado y que vivía a nueve o diez grados de la línea del ecuador.