Dos noches antes de la primera comunión, el padre Antonio Isabel se encerró con él en la sacristía para confesarlo, con la ayuda de un diccionario de pecados.
Al menos el porrazo le sirvió de escarmiento y, a partir de ese día, aprendió a escuchar los buenos consejos de sus amigos cada vez que se le pasaba por la cabeza cometer alguna nueva locura.