Finalmente, el doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera prometió de darle de cenar aquella noche, aunque excediese de todos los aforismos de Hipócrates.
Mientras lo estaban operando, el cirujano tenía el hígado en las manos y, de pronto, un hombre que estaba cerca comenzó a pedirle un trozo de aquel hígado para su gato.
Entra en la habitación, besa al marido y al instante se dispone a mostrar que lleva ya largo rato levantada y sólo por incomprensión no estaba allí cuando llegó el médico.
Par Dios que tiene razón el gran Sancho -dijo el doctor Recio-, y que soy de parecer que le dejemos ir, porque el Duque ha de gustar infinito de verle.
Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro.
¿Sería posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un hombre que estaba muy enfermo, al cual dijeron los médicos que no podría curarse si no le hacían una abertura en el costado para sacarle el hígado y lavarlo con unas medicinas.