Allí estaba, sentada en la silla del tocador, con la túnica blanca y la cabellera suelta hasta el piso, tocando un ejercicio primario que había aprendido de él.
Una mujer, con el cabello en desorden, sacó la cara por una puertecita de palomar y volviéndose a la baraja, como a la fatalidad misma, se enjugó una lágrima en la mejilla descolorida.