Así, pues, en cien millas a lo largo de la costa, no vimos más que un vasto territorio desierto de día, y, de noche, no escuchamos más que aullidos y rugidos de bestias salvajes.
En el alboroto del mediodía, con los clientes entrando y saliendo del comedor y el ruido de los camareros, los pasos cruzados y las voces en idiomas que yo no entendía, apenas nadie pareció percatarse de mi marcha.