Él seguía acostado boca arriba, respirando con rapidez y esfuerzo como quien acaba de correr un buen trecho y levantando con fijeza los ojos hacia ella.
El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro.
Luego, a una nueva señal, se echaron todos al suelo y se quedaron allí tranquilos: el opaco rasgueo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio.
Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud.