Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
Se hablaba en susurros, se comía en silencio, se rezaba el rosario tres veces al día, y hasta los ejercicios de clavicordio en el calor de la siesta tenían una resonancia fúnebre.
Siguió con tanta atención las peripecias del entierro que nadie dudó de que lo estaba viendo, sobre todo porque su alzada mano de arcángel anunciador se movía con los cabeceos de la carreta.