Cierto día Charles Darwin, siendo aún estudiante en Cambridge y naturalista en formación, observó que debajo de la añosa corteza de un árbol había dos extraños escarabajos.
Tomó uno en cada mano, y luego vio un tercer escarabajo.
Se puso uno de los insectos en la boca para liberar una mano y así poder tomar el nuevo espécimen.
De pronto, sintió que un líquido ardiente y agrio le quemaba la lengua.
Quien lo había agredido fue el escarabajo bombardero.
Es una de las miles de especies del reino animal que, como las ranas, las medusas, las salamandras y las víboras, se valen de sustancias químicas tóxicas para defenderse, en este caso expulsando un líquido venenoso por las glándulas del abdomen.
Pero ¿Cómo es posible que esta sustancia cáustica eyectada a cien grados Celsius no dañe al propio escarabajo?
De hecho, ¿Cómo hacen los animales venenosos en general para sobrevivir a sus propias secreciones?
La respuesta es que usan una de estas dos estrategias básicas: almacenar estas sustancias de manera segura o bien hacerse resistentes a ellas.
Los escarabajos bombarderos usan la primera técnica: almacenan los componentes del veneno en dos cámaras separadas.
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