En el universo no hay nada estático: los miles de millones de estrellas de la Vía Láctea orbitan su centro.
Algunas, como nuestro Sol, son bastante constantes y mantienen una distancia de unos treinta mil años luz de ese centro y completan una órbita cada doscientos treinta millones de años.
La coreografía del baile no es ordenada, parece más una pista llena de niños borrachos que apenas saben patinar.
Este caos vuelve peligrosa a la galaxia.
Nuestro vecindario solar, con estrellas que se mueven cientos de kilómetros cada segundo, cambia constantemente.
Solo evitamos los peligros de ahí afuera por las enormes distancias que hay entre los astros.
Pero quizás en el futuro no tengamos tanta suerte, en algún momento puede que nos encontremos una estrella volviéndose supernova, o que algo gigante pase cerca y lance una lluvia de asteroides sobre la Tierra.
Si fuera a ocurrir algo así, seguramente lo sabríamos miles, si no millones de años antes, pero seguiríamos sin poder hacer gran cosa, a menos que apartemos todo el sistema solar.
Para mover el sistema solar necesitamos un motor estelar, una megaestructura, para desplazar una estrella por la galaxia.
Es el tipo de cosa que podría fabricar una civilización avanzada con nivel de tecnología de esfera Dyson que piense en el futuro a un larguísimo plazo de millones de años.