Caía del pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba las copas.
Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de Arreburra, el aguador, con su corral al Sur, dorado siempre de sol, desde donde yo miraba a Huelva, encaramándome en la tapia.
El retemblor iba en aumento según tiraba y pudo ver en el agua el negro- azul del pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo sobre la borda y echarlo en el bote.
Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola.
Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuando ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un estremecimiento de espanto.
Las camas de mamá y papá Oso estaban deshechas, pero lo realmente increíble fue que en la cama del Osito había una niña de rizos color oro, que descansaba plácidamente sin que nadie la hubiese invitado.
Una dama elegante vestida a la moda de principios de siglo, ni hermosa ni lo contrario, con una tiara sobre el pelo corto y ondulado, el gesto adusto en un óleo con marco de pan de oro.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesa iba acostada entre las alas del cisne.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.