Allí dejaron a Sierva María, ensopada hasta la trenza y tiritando de miedo, al cuidado de una guardiana instruida para ganar la guerra milenaria contra el demonio.
¿Qué tengo de dormir, pesia a mí —respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho—; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche?
Fogueado por la intrepidez de su preceptor, José Arcadio Segundo llegó en pocos meses a ser tan ducho en martingalas teológicas para confundir al demonio, como diestro en las trampas de la gallera.
Si el patio es espeso y del demonio -dijo Sancho-, sin duda debe de ser muy sucio patio; pero ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios?
Fue una muerte triste y sentida, y un misterio que nunca se esclareció, y que la abadesa proclamó como la prueba terminante de la inquina del demonio contra su convento.