Los obreros se volvieron sorprendidos. El más joven era de veinte años, tenía el apodo de Cabeza de Cobre por el color de sus pelos. El otro era ya viejo.
Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en el cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo en fiesta desde aquella paz fragante que emanaban los nardos de la alberca.